Tenemos una referencia que permanece y muta al mismo tiempo en nuestra cabeza sobre cada cosa que conocemos, y lo que no conocemos lo comparamos con lo que sí; una especie de referencia que nos sirve para decir: -Ah, comprendo, entiendo.- Lo que no decimos es que comprendemos según nuestros propios cánones, engendrados estos en una matriz social.
Si en esa matriz
social se habla por ejemplo de inclusión, sabremos más o menos de lo que se
trata porque estudiamos y aprehendimos el concepto y sus acepciones, o lo
sabemos de forma coloquial: lo que dicen que es, lo que escuché que es. Nos
basamos en el imaginario colectivo y semántico de la palabra. Inclusión es
incluir algo en otra cosa, la acción misma de incluir.
Cabe preguntarse
a qué nos referimos cuando hablamos sobre incluir
a alguien. Podemos percatarnos de que para incluir una cosa en otra, ambas deben existir, ser nombradas, tipificadas o
estereotipadas. A la vez que una de las dos cosas
debe ser necesariamente más grande
que la otra: La escuela incluye al niño, el sujeto es incluído a la sociedad, ya que asumimos que
las cosas deben ser de una forma en particular, aceptada, lo bueno, lo que debe
ser.
Las personas con
síndrome de down son muchas veces tipificadas como personas con discapacidad y
encasilladas en el grupo de esos otros
que se diferencian de nosotros,
haciendo hincapié en las diferencias que nos dividen más que en las que nos
complementan; lo mismo ocurre con cada grupo o conjunto de personas que
constituyen una minoría con respecto a la masa social estandarizada.

Entonces, al hablar de inclusión podríamos
hablar también de singularidad y diferencia, de esa heterogeneidad que hace que
la trama social sea más rica, reconociendo en la diferencia a un otro-par con
el que nos nutrimos recíprocamente y en interacción.
Por Manuel Muñoz para Proyecto Pura Vida
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