viernes, 6 de octubre de 2017

Ansiedad en Primera Persona




Todos nos hemos sentido un poco ansiosos o preocupados alguna vez: mientras estudiamos para un examen, en los días previos a un evento importante, cuando estamos a la espera de recibir alguna noticia, sea buena o mala. Esto es totalmente normal, y estoy segura de que nadie dirá que es ajeno a ello. No representa un problema sentir nervios una semana antes de rendir un parcial, o mirar el reloj y sentir que avanza demasiado despacio cuando estamos tachando las horas que faltan para partir rumbo al aeropuerto y tomar un avión con destino a nuestras vacaciones soñadas. El problema aparece cuando la ansiedad y la preocupación se vuelven constantes y trastornan, modifican y hasta ponen impedimentos en nuestro ritmo y estilo de vida.

El trastorno de ansiedad generalizada se caracteriza por un sentimiento de preocupación constante y frecuente sin razón o motivo aparentes durante un período mayor a seis meses. Algunos de los síntomas que se presentan son ataques de pánico, fobias, miedo a una situación particular (a tal punto que se convierte en una obsesión), preocupación crónica y exagerada, agitación, tensión, problemas para conciliar el sueño e irritabilidad, por nombrar sólo los más comunes. También se manifiesta físicamente: dolores de cabeza (migrañas o jaquecas, incluso) , mareos, náuseas, pérdida o incremento desmedido del apetito, alteraciones en el peso, dolor muscular. Esto, por supuesto, puede llevar a otros trastornos. En mi caso personal, al igual que muchas otras personas, como consecuencia de mi ansiedad generalizada sufro de trastorno depresivo mayor. 

El trastorno depresivo mayor es otro trastorno del estado de ánimo. Es invasivo, es persistente, y rara vez se va sin ayuda de terapia y medicación. No se trata de estar triste un rato, unos días, o un tiempo porque nos ha pasado algo malo o que nos ha herido emocionalmente. Escribo esto desde mi experiencia como paciente (no tengo conocimiento médico más que el que he ido adquiriendo a lo largo de mi tratamiento): la depresión va más allá de sentirse desanimado porque nos fue mal en un examen, porque terminamos una relación o porque no nos llamaron para la entrevista de trabajo que tanto nos interesaba. Si bien todas esas situaciones pueden ser disparadores, la depresión involucra baja autoestima, pérdida de interés en cosas que antes nos gustaban y que amábamos hacer, apatía, imposibilidad de llevar a cabo tareas o proyectos que antes no representaban ninguna dificultad para nosotros y que incluso nos hubieran entusiasmado. El deseo de encerrarse en sí mismo, apartarse de los demás y pasar horas enteras recostados haciendo absolutamente nada comienzan a tomar posesión sobre nosotros. Y de repente nos encontramos presos de nuestra propia cabeza, que no para de ‘disparar’ municiones en forma de pensamientos negativos sobre nuestra imagen, nuestro entorno, nuestras relaciones interpersonales, nuestros sueños, ideas y ambiciones. Todo eso queda relegado a un segundo lugar.

La preocupación, la ansiedad, la tristeza y el desgano tejen una telaraña y nosotros quedamos del lado de adentro. Le contamos a otros lo que nos pasa, por qué estamos preocupados hasta el punto de mordernos las uñas (o, en mi caso, arrancarme la piel de labios y dedos compulsivamente), vomitar, no dormir o tener dolor en el pecho y la sensación de peligro inminente (porque se siente así: como si una fatalidad estuviera a punto de descender sobre nosotros). Y nos damos cuenta de que este problema que para nosotros es gigante y nos tortura a ellos les parece algo normal, o algo de fácil resolución. Yo he tenido ataques de ansiedad y pánico por cosas sencillas como ir a hacer un trámite, llamar por teléfono a un lugar para hacer una consulta, viajar por primera vez en una línea de colectivo que nunca antes tomamos. Cuando la situación eventualmente se resuelve o eso malo que pensábamos (que estábamos seguros) que iba a pasar finalmente no pasa, el alivio que viene, el ‘te dije que no era para tanto’, de familiares y amigos es pasajero e insaboro: nosotros ya estamos acorralados en una esquina de nuestra cabeza preguntándonos cuál será el próximo problema y qué dificultades nos deparará el día siguiente. Racionalmente yo soy (y antes de empezar a tomar medicación hace dos años también lo era) consciente de que la preocupación que tengo no me va a ‘comer’ como el lobo a Caperucita, que lo que me tortura no es tan terrible, que la solución es fácil y que si no hay solución la consecuencia no va a ser la muerte. Pero mi cuerpo no lo entiende y reacciona a todo como si se trata de una amenaza.

Cuento esto desde cómo yo lo viví. Estoy segura de que otras personas tendrán cosas diferentes para contar. Días enteros de mi vida los he pasado preocupada, descompuesta y angustiada por situaciones que tuvieron solución, que no eran tan graves, o cuyas consecuencias no desembocaban directamente en lo peor que iba a pasarme en la vida. En su libro autobiográfico, la comediante Tina Fey cuenta que antes de salir a escena siempre piensa que si el público no se ríe, si se equivoca en la letra o si algo sale mal durante la función, igualmente al final ella va a seguir estando viva. Siempre me gustó ese pensamiento: no importa qué tan mal salga esto que te da ansiedad o miedo, cuando se termine vas a seguir estando vivo. Es una frase que me repito mucho cuando algo me genera tanto pánico que pienso que no hay forma posible de que yo salga ilesa de esa situación.

Muchas veces también me he preguntado por qué tengo trastorno de ansiedad y trastorno depresivo mayor si nunca he vivido una experiencia traumática que lo desencadenara. De hecho, siempre me he preguntado por qué siento que toda la vida tuve ansiedad y depresión, incluso cuando estaba en el jardín de infantes y me daban miedo situaciones que otros compañeritos encontraban normales. O cuando a los 9 años tenía ataques de llanto si mi mamá se demoraba en llegar del trabajo; no importaba que la señora que me cuidaba me explicara que había cortes, o paro de subte, o una manifestación: en mi cabeza se había instalado la idea de que mi mamá no iba a volver, el miedo obsesivo a que si no escuchaba el ruido de la llave en la puerta a las dos en punto significaba que algo terrible había pasado. O cuando a los 12 años pasé tres días sin querer comer y sin querer subir o bajar las escaleras o tocar algún aparato eléctrico o ir al baño porque se me había metido en la cabeza el pensamiento obsesivo de que me iba a morir (fue después de ese episodio que mis padres buscaron ayuda profesional para mi y empecé el primero de trece largos años de tratamiento psicológico). No me conozco sin ansiedad y preocupación, y nadie que me conozca podría hablar de mí sin utilizar la palabra “ansiosa” o “exagerada en cuanto a sus temores”. 

Los profesionales de la salud que investigan estos temas coinciden en que hay un factor hereditario involucrado. En mi caso yo sé que es así, y mi psiquiatra está de acuerdo. Toda la rama de mi familia materna (madre, tía y abuela incluidas) tienen depresión y están en tratamiento. Hace poco mi padre fue diagnosticado con depresión y trastorno de ansiedad y comenzó su tratamiento (el chiste recurrente en mi casa es que como todos tomamos medicación psiquiátrica en vez de tener golosinas en una caramelera tenemos drogas prescriptas). Mi abuelo y tío abuelo maternos se suicidaron porque tenían trastorno bipolar. Es una cuestión genética: las sustancias que mi cuerpo no produce las cantidades correctas de las sustancias reguladoras del estado de ánimo. Produce mucho de algunas y poco de otras. Por eso tomo medicación que le da un empujoncito y lo ayuda a realizar la tarea, compensando lo que falta y anulando los efectos del excedente. 

Cuando empecé a tomar la medicación en 2015, llevaba diez años de terapia psicológica con una profesional que no estaba de acuerdo con que yo viera a una psiquiatra y pensaba que yo era capaz de manejar mis propios miedos e inseguridades desde el espacio brindado por el psicoanálisis. Durante mucho tiempo yo también creí eso, pero 2015 fue un año en el que la ansiedad y la depresión estaban impidiendo que disfrutara de mi trabajo, de mis amistades y de la vida cotidiana. Los episodios eran cada vez peores, cada vez más frecuentes, y literalmente no tenía paz mental. Fui a la psiquiatra por decisión propia y acompañada por mi mamá después de pasar una semana entera llorando y tirada en la cama sin querer hacer nada porque tenía conjuntivitis y no podía ir a trabajar, y estaba aterrorizada de que me echaran al regresar a mi puesto con el alta médica (nada más alejado de la realidad). La psicóloga no estaba de acuerdo, pero yo entendí en ese momento que había cosas que yo podía decidir, y consultar a una psiquiatra para acompañar con medicación la terapia era una de ellas. 

Por supuesto que las pastillas no son la solución mágica. Hay mucho conductual detrás de la depresión y la ansiedad, y a veces tengo episodios o me encuentro ante situaciones que no logro manejar con la misma facilidad que lo harían otros. Pero puedo decir que he mejorado. Costó. Cuesta adaptarse a la idea de que tenés que tomar una medicación todas las mañanas a la misma hora (y tiene que ser a la misma hora, porque al menos en mi caso la abstinencia de la droga que tomo es terrible y me descompongo si pasado un rato no tomé la dosis) para salir a trabajar, a estudiar, a vivir con las mismas aptitudes que hacen funcionales a los otros que vos mirás (a veces con algo de envidia) y te preguntás cómo hacen para no vivir con miedo a todas las posibles cosas que pueden salir mal. Cuesta hacerse a la idea de que por el resto de tu vida vas a tener que depender de químicos para regular el funcionamiento de tu cerebro (por decirlo burdamente).

Cuesta, pero no es imposible, y el resultado vale la pena. Ahora ya no me da miedo salir a la calle sola, tomar un medio de transporte con el que no estoy familiarizada, ir a lugares nuevos, conocer gente nueva. No me genera estrés o angustia o síntomas físicos si me equivoco en algo en el trabajo, si me olvido de avisarle algo a mis jefes o a mis compañeras. Entiendo que estas cosas pueden pasarnos a todos y que no me van a echar por un error mínimo. Ya no me torturo pensando qué pude haber hecho mal si una amiga tarda en responderme un mensaje. Ya no me obsesiono con cosas a las que los demás no le tienen miedo. Es una lucha diaria de todos modos porque la medicación no erradica absolutamente todo, pues hay cosas que, como ya dije antes, tienen que ver con la conducta o con cómo es uno. La medicación no te convierte en un robot perfecto al que no le preocupa nada, sin sentimientos y sin posibilidad de sentir ansiedad o temor. Claramente sigo teniendo ansiedad o temor ante cosas que lo ameritan, como rendir un final en la facultad, o cuando estoy preocupada por la salud de un ser querido. Pero ya no me paralizan cosas que para el resto son comunes y fáciles de manejar. Ya no veo monstruos y amenazas en todos lados.

La primera vez que fui a la farmacia con la receta de los medicamentos me acompañó mi mamá. El farmacéutico la conoce hace años, pues desde 1998 ella le compra los medicamentos que le indica su psiquiatra. Le dimos la receta con mis datos y él no pareció sorprendido para nada de que fueran para mí y no para mi mamá. También en esa farmacia de barrio atendida por su dueño compran desde hace casi veinte años mi tía y mi abuela. Cuando salimos le comenté a mi mamá que el farmacéutico no se había sorprendido de que otro miembro de esta familia necesite tratamiento psiquiátrico. Mi mamá me dijo “es un tratamiento como cualquier otro prescripto para personas con algo crónico, la finalidad es mejorar tu calidad de vida”. 

Tenía razón.




Por Daiana Vaquero Vega para Proyecto Pura Vida

2 comentarios:

  1. Gracias por compartir tus experiencias. Yo también estoy en tratamiento psiquiátrico por depresión y es verdad lo que te dijo tu mamá: el objetivo es mejorar la calidad de vida. Te mando un abrazo y que sigas adelante.

    ResponderEliminar
  2. Gracia por este informe, cada día hay más personas padeciendo ansiedad y depresión. Saludos!!

    ResponderEliminar